Eran tres, ella él y el ejército
de soldaditos
Ella se pasó de vereda. Él no.
Los soldaditos se sorprendieron.
Ella llevaba un iglú en la mochila. Él había juntado leñitas secas y
hojas de eucaliptus unas horas antes.
Los soldaditos no son sobornables.
Ella le dijo que no. Él se quedó en la vereda.
Siguieron hablando.
No le preguntó ni el nombre ni la edad ni el origen de su mal de ojos
tristes.
No le contó que le gustaba el mate amargo o el paisaje tan efímero que
dejan los relámpagos una noche veraniega.
No le dijo del sueño en que sus ojos reflejaban el anís estrellado de un té que tomaban
juntos.
No le dijo que la había buscado y esperado en cada esquina de su vida
sin poder definir bien qué esperar o qué buscar
No le dijo que ella era todo eso.
La quiso convencer que había una pista de aterrizaje de sorpresas a una
cuadra.
Los soldaditos miraron por encima de sus hombros curiosos, pero no
amagaron a moverse.
Él miraba atento.
Ella esquivaba la mirada porque creía en la fábula de una nube que la
seguía.
Entonces le contó del killbill a su ángel de la guarda. Del arcoiris
cortado por la mitad. De la luz encharcada en el barro de todas las mañanas. De
la destreza que tenía para lloverse sombras.
Él se prometió hacer el caminito para recomponerla pluma por pluma , dibujó
cachorritos tiernos en cada uno de sus barquitos de papel, pintó risas en
aerosol en cada uno de sus muros, le propuso pasar una temporada en un valle en
donde el viento hacía un remolino raro que transformaba la pena en canción.
Ella miró de reojo cómo el ejército de soldaditos se iba corriendo
ruborizado dejando desvanecer su
estrategia defensiva. Lloró
Con el hilo de voz que le quedaba le tejió una bufanda de palabras que lo iba a abrigar
siempre.
siempre.
Dijo el amor, como nunca nadie lo pudo decir.
Y se escribieron juntos.