Él, en cambio, desarmaba barquitos de papel para encastrar las letras de
alguna otra manera, necesitaba desarmar las cosas en busca de una explicación
que lo calmara.
Leía manuales, estudiaba formulas, sacaba el común denominador de todos
los que habían conocido la felicidad, tomaba apuntes y hacía ecuaciones para
nunca pasar por el triángulo de las bermudas.
Pero al rato se aburría, ponía las palabras en la turbina y la hacía
girar tan rápido que las palabras salían disparadas y quedaban estampadas en la
pared con formas de girasol , de casa con chimenea o de volante.
Lo mágico es que todo se
transformaba en algo imprevisible cuando se metía dentro de la mecánica de los barquitos.
Los engranajes eran pedacitos de ideas viejas, fracasos reciclados, fotos
gastadas de tanto andar.
Salía a navegar horas con la intención de seguir un rumbo fijo, hasta que se daba cuenta
que un coletazo de sirena había roto su timón, y que las olas habían
transformado el papel en otra cosa, en una especie de alga camaleónica con el
resto del paisaje.
Los peces que lo veían pasar le
bailaban un vals de un lado al otro del barco y se alimentaban del oxígeno de la risa de sus
ojos siguiendo la coreografía.
Él tarareaba una canción con una voz raspada de tocadiscos en un idioma que inventaba en ese mismo
momento, aunque siempre sospechaba del origen de las invenciones.
Decía no dejarse llevar pero el vértigo del mar era mucho más fuerte que el control que él
pensaba ejercer.
Y entonces se encontraba moviendo su cabeza al compás de las olas y los
peces, y cada vez que se asombraba su esperanza se multiplicaba decenas de
veces.
Había encallado varias noches en su afán de poner las cosas en el lugar
que creía que iban, su empeño era un capricho infantil y dulce. Eso pasaba
cuando él desplegaba las velas en contra del viento, tiraba el ancla en
arenas movedizas, hacía una burbuja que
impedía entrar el aire, viciando su propio vapor, lloviéndose siempre sobre lo
mismo, y se asustaba hasta pensar que
eso era el destino.
Solía cruzarse con barcos llenos de piratas compartiéndole sus tesoros
que no eran más que monedas hechas de galletita y páginas arrancadas de libros
viejos.
Los piratas no eran malos, la maldad era sólo una versión de los hechos,
lo habían remolcado varias veces acunándolo cuando los supuestos buenos estaban
muy ocupados en retener el cinturón de buenos frente al resto del mundo.
La revelación se daba en ese segundo
de estornudo, en que el mar hacía de él lo que quisiera, y ahí por mucho que le costara admitirlo, sabía que el mapa trazado sólo era una excusa para
sentirse tranquilo, porque cuando entraba en el agua, no había puerto a llegar que en el
mismo viaje no se desarmara por la sal
del presente.
Entonces, diluyéndose, él se
transformaba en el capitán de sus barcos
de papel, subía de tripulación a todos sus monstruos y eran ellos quienes lo
ayudaban a navegar el paisaje completo.
Verónica, amo leer tus textos... Me siento tan bien al hacerlo, tan comprendida... Espero aparezcan muchos más! Un saludo.
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