sábado, 26 de octubre de 2013

Almitas de papel VI


Eran tres, ella él y el ejército  de soldaditos
Ella se pasó de vereda. Él no.
Los soldaditos se sorprendieron.
Ella llevaba un iglú en la mochila. Él había juntado leñitas secas y hojas de eucaliptus unas horas antes.
Los soldaditos no son sobornables.
Ella le dijo que no. Él se quedó en la vereda.
Siguieron hablando.
No le preguntó ni el nombre ni la edad ni el origen de su mal de ojos tristes.
No le contó que le gustaba el mate amargo o el paisaje tan efímero que dejan los relámpagos una noche veraniega.
No le dijo del sueño en que sus ojos reflejaban  el anís estrellado de un té que tomaban juntos.
No le dijo que la había buscado y esperado en cada esquina de su vida sin poder definir bien qué esperar o qué buscar
No le dijo que ella  era todo eso.
La quiso convencer que había una pista de aterrizaje de sorpresas a una cuadra.
Los soldaditos miraron por encima de sus hombros curiosos, pero no amagaron a moverse.
Él miraba atento.
Ella esquivaba la mirada porque creía en la fábula de una nube que la seguía.
Entonces le contó del killbill a su ángel de la guarda. Del arcoiris cortado por la mitad. De la luz encharcada en el barro de todas las mañanas. De la destreza que tenía para lloverse sombras.
Él se prometió hacer el caminito para recomponerla pluma por pluma , dibujó cachorritos tiernos en cada uno de sus barquitos de papel, pintó risas en aerosol en cada uno de sus muros, le propuso pasar una temporada en un valle en donde el viento hacía un remolino raro que transformaba la pena en canción.
Ella miró de reojo cómo el ejército de soldaditos se iba corriendo ruborizado  dejando desvanecer su estrategia defensiva. Lloró
Con el hilo de voz que le quedaba le tejió una bufanda de  palabras que lo iba a abrigar
siempre.
Dijo el amor, como nunca nadie lo pudo decir.
Y se escribieron juntos.